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viernes, 15 de julio de 2011
Rápidamente, la rubia azafata de sombrero gracioso, se desabrochó el cinturón y fue hasta el lugar del incidente para calmar al agredido y devolver el libro al agresor accidental.

Notando que se le había subido gran cantidad de sangre a la cara, se disculpó agachando la cabeza para que nadie más se percatara de ello.

Después del incidente se iba a poner a leer nuevamente cuando vio que el resto de pasajeros le estaba mirando, por lo que decidió dejarlo para cuando tomaran tierra.

-Señores pasajeros, gracias por habernos elegido para su vuelo y en nombre de la compañía esperamos que hayan tenido un vuelo agradable. – Se despedía el capitán mientras el equipo del avión estaba ultimando los preparativos para que salieran todos.
La lucecita que indicaba que permanecieran con los cinturones puestos se apagó. Los pasajeros se levantaron todos a la vez a recoger sus pertenencias y a salir.

Cuando pasó por la puerta, la azafata se estaba despidiendo de todos muy cordialmente pero, en su casa, no le puso buena cara – Otro día vigile un poco más sus pertenencias, podría haber lastimado a alguien.
-Lo lo lamento- le respondió mientras se miraba los pies y salía.

Se fue hasta la puerta donde le indicaron que tenía que recoger sus maletas en aquellas cintas transportadoras que de niño siempre se había preguntado que había más allá.
Decidió sentarse en un banco de metal a esperar y, al fin, a continuar leyendo.

Aguardaba a que el señor del castillo lo reclamara para ayudarlo a ponerse la armadura e ir a la guerra.
Era joven por aquellos tiempos y sus padres, con mucho esfuerzo, consiguieron que el príncipe, pocos años más joven que él, lo aceptara como escudero.
Sólo había aprendido de su padre a arar el campo e ir a las tabernas para emborracharse, no sabía por dónde empezar cuando llegó al castillo.
Por suerte, el príncipe era bastante paciente con el servicio, cosa inaudita en su familia, y siempre le explicaba con vehemencia que debía hacer en todo momento y cómo.
-¡Escudero! El señor te reclama de inmediato.
Recogió sus cosas y fue hasta él.
Mientras se le acercaba, vio como el paso de los años había hecho mella en su señor.
El cabello le crecía más atrás que cuando era joven y su cabello antes de un negro intenso, ahora dejaban relucir algún mechón blanquecino. Y al lado de sus ojos, le habían aparecido ya hacía tiempo las marcas de la edad.
-Señor, ¿en qué puedo ayudarle?
-Escudero, compañero, amigo. Ven, acércate, quiero hablarte.
Mientras se acercaba, le vio una pequeña sonrisa en la comisura del labio.
-¿Cuántos años hace que estás conmigo escudero?
-No estoy seguro señor pero creo que 10 años.
-11 para ser exactos, lo recuerdo como si fuera ayer la primera vez que viniste al castillo, con las uñas negras de trabajar en el campo y con esa torpeza tan característica que, con los años has ido corrigiendo…
-Gracias Señor- no supo que contestarle.
-Mi anciano padre, el Rey, se muere. Yace en su lecho rodeado de la Reina, y del médico. Incluso mi propio hijo está con mi mujer.
-Señor, no lo sabía, lo lamento. Si hay algo que pueda hacer…
-¿Lo ves? Mi joven amigo, siempre dispuesto a servir a tu Señor, siempre leal, siempre un buen amigo… Pronto seré Rey, y necesito gente de confianza a mi alrededor, no esa chusma que siempre han estado en todas las fiestas que mi padre organizaba y tanto lo adoraban y, en cambio ahora, nadie hay de todos esos farsantes que se autoproclamaban amigos personales del Rey. Es por eso que necesito gente leal a mí. Como tú, que desde la niñez te he considerado un amigo. Pon una rodilla en el suelo.
-¿Señor?
- Hazlo.
Sacó su espada de la vaina y apoyándola en el hombro del escudero dijo: -Yo, tu Rey, te nombro caballero del Reino. Tu vida darás por salvaguardar a tu Reino y a tu Rey, y ahora, levántate, tenemos una batalla que librar.

Páginas 32, 33 y 34

viernes, 8 de julio de 2011
Tenía 30 años, sin mujer, ni hijos, y sin ganas de nada. Todo tenía y de todo carecía.
Poco a poco, las cazas de zorros y las fiestas del sótano iban cesando. De semanal a mensual, de mensual a trimestral, de trimestral a anual, y así, hasta que, lo único que hacía era pasear por sus bosques hasta el anochecer.
Un día de invierno, que había salido el sol por la mañana tras varios días de fuertes nevadas, mientras paseaba, se le acercó un hombre con una frondosa barba y con aspecto de no haber visto bañera alguna en mucho tiempo.
-Hola sobrino, me alegro verte.
Se quedó perplejo, como si le hubieran golpeado con un objeto contundente. Miró la indumentaria del hombre, y vio que eran los ropajes de un capitán del ejército pero sin el clásico porte impoluto de cualquier militar de su rango.
-¿No me recuerdas? Soy el hermano menor de tu padre. Me fui a la guerra hace muchos años, cuando tan sólo eras un crío. Por cierto, ¿dónde está mi querido hermano? La última vez que lo vi fue antes de que declarásemos la guerra al país vecino…
-Mi padre murió hace más de 10 años
-¿¡Cómo!? ¿¡Cuándo!? ¿¡De qué!?
-Ven, si quieres, - dijo calmado, con una profunda tranquilidad- te lo puedo explicar mientras tomamos algo en mi palacio. Vamos tío, te recuerdo. Ven conmigo y sé mi invitado.- Tras el shock sufrido por la noticia, asintió con la cabeza.
Los dos hombres se encaminaron hacia la casa.
Al aproximarse a la puerta de la casa, vieron que el mayordomo ya les estaba esperando con la puerta abierta.
-Muy buenas señor, ¿quién es el caballero que le acompaña?
-Es mi tío. Que le preparen un baño de agua caliente y ropa decente. También que venga el barbero y que lo aseé. Y rápido que debe estar a punto para la cena.-el mayordomo le hizo una reverencia y, con un gesto cortés, le indicó al nuevo invitado que le siguiera.
Cuando fue al salón para cenar, ya le estaba esperando.
-¿Qué tal ha ido el baño tío? Veo que no han encontrado nada mejor  para que te pusieras, mañana le diré a la criada que vaya al pueblo a buscar un atuendo más apropiado. Por lo menos el barbero ha hecho un trabajo excelente.
-No te molestes sobrino, me gusta, y el baño me ha sentado realmente bien, no recuerdo la última vez que me pude relajar tanto sin estar abrazado a mi escopeta…
El joven hizo sonar una pequeña campanilla. Al instante, aparecieron dos mujeres con una bandeja de plata cada una. Al unísono levantaron la tapa también de plata para descubrir el manjar preparado por el cocinero.
- Y bien tío, querías saber qué le sucedió a mi difunto padre, ¿verdad?
Dejó de comer. -Sí claro, cuéntame por favor.
-Murió tras una caída de caballo, se golpeó en la nuca y nunca más se movió. Y desde entonces, soy el amo y señor de todo lo que ves aquí.
-¿De todo lo que veo dices? Yo sólo veo una fortuna material únicamente…
-¿Únicamente? Poseo la mayor fortuna de este país, gracias a mi dinero has tenido alimento, armas y cobijo mientras estuviste al frente…
-Por cierto, ¿Qué te ha traído hasta aquí? ¿Por qué no estás en la batalla?
-¿Quieres que te lo cuente? Si quieres, al acabar esta exquisitez que tengo delante de mí os mostraré qué he estado haciendo. Que, tras largos años del alimento pútrido que gracias a “vos” he podido comer en el frente, no sabes cuánto se echa en falta unos manjares como los aquí presentes., os mostraré que he estado haciendo.
Le ofendió el sarcasmo usado al referirse a él como “vos”, pero se abstuvo de replicar. Simplemente se limitó a terminar el plato que tenía delante.
Estaba tomando el té, cuando el tío se le acercó, y le dijo:
-Vamos, te lo enseñaré.
Fueron a la biblioteca privada, aún se acordaba donde estaba. Se puso delante de una de las estanterías sobrecargadas de libros. Algunos que carecían de valor y de interés alguno, y otros en cambio que eran manuscritos originales de grandes escritos de la literatura universal.
Comenzó a quitarlos del estante sin pararse a mirar cuáles eran.
-¿¡Qué haces!? ¡Esos libros son valiosísimos! – pero continuó como si nada hubiera escuchado.
Cuando acabó de quitar los del estante, retiró el gran tablón. – ayuda a tu viejo tío anda.
El joven con cara de molesto y de no entender nada de lo que estaba haciendo le ayudó a retirarlo. Al hacerlo, se descubrió una gran losa de piedra caliza. La movió lentamente, por suerte, no tenía apenas grosor con lo que la hacía fácil de mover.
La dejó en el suelo.
Donde había la losa, había un bulto envuelto con piel de vacuno. Con extremo cuidado lo extrajo del agujero donde tantos años se había pasado.
Al desenvolverlo, se pudo apreciar que era un libro.
-Esto me pasó- le dijo mientras se lo acercaba.

-Señores pasajeros abróchense los cinturones, en breves minutos tomaremos tierra – sonó por los altavoces del avión la voz del comandante.
Vio como la película que habían puesto para hacer más ameno el viaje a los pasajeros, ya estaba terminando. Salió un famosísimo actor de Hollywood en las últimas escenas con unos harapos puestos que le debían abrigar mucho. La película se llamaba “Siete años en el Tíbet”.

Se abrochó el cinturón y se puso a continuar la historia, cuando una de las maletas de mano que había al otro lado del pasillo cayó a su lado a causa del viraje que estaba realizando el piloto para tomar tierra. Del golpe se asustó tanto que alzó las manos, con tan mala suerte que al hacerlo, hizo volar el libro hacia los asientos delanteros dándole a uno de los pasajeros en la cabeza. Éste se quejó y vociferó una serie de malsonantes insultos mientras se giraba hacia el lugar de donde salió el proyectil.

Página 29, 30 y 31

viernes, 1 de julio de 2011
cultura norteafricana y que se asemejaba a un famoso terrorista que tenía fotos colgadas por todas las paredes del aeropuerto y con la palabra “Reward” debajo de la misma. Otro guardia les vio de lejos y, con un porte firme les prohibió con firmeza el paso, por lo que se despidieron allí mismo.

Lo abrazó con fuerza su madre y, entre lágrimas, le deseo suerte y le pidió que tuviera mucho cuidado, que en un país extranjero, que no sabía el idioma y que estando solo, le podía pasar cualquier cosa. Discursos que una madre siempre le hace a un hijo al estar preocupada.
El padre mientras miraba hacia otro lado, como si no fuera con él todo aquello.
Dejó la bolsa de mano en la cinta, pasó por el arco y recogió la bolsa. Al subir por las escaleras oyó un grito tras él.
- ¡Hijo! ¡Te quiero! –era su padre. Se irguió y se paró. Y, cuando parecía que se iba a dar la vuelta para decir algo, continuó el ascenso por la escalera sin mirar atrás.
Después de pasar varios controles, y de identificarse una infinidad de veces, al fin entró en el avión. Y una azafata no muy agraciada pero, aparentemente, muy amable y simpática, le indicó dónde estaba su asiento y le acompañó hasta a él.
Se sentó y antes de darse cuenta, otra azafata ya le estaba ofreciendo un periódico y un zumo. Los rehusó.
Decidió relajarse, le quedaban más de doce horas de vuelo. Ahora, tenía unas horas en las que nada ni nadie podía atormentarlo.
Se durmió.
Se encontraba en un lugar frío, con mucha nieve, pero él poco lo notaba. Era como una especie de poblado indio con sus cabañas típicas y con animales domésticos que no reconocía.
Entonces, sentada junto al fuego, vio a la mujer que salía en la foto que le dejaron en su cama días atrás. Se levantó y se dirigió hacia él.
- Has de llegar hasta aquí. Éste es el principio de tu viaje. Al acabarlo lo encontrarás al fin. – le dijo la mujer
- ¿Aquí? ¿A dónde? ¿Qué encontraré? ¿¡Quién eres!?
- ¿Aún no lo sabes? – y se estaba quitando el pañuelo que le tapaba la cara cuando…
- ¡Señor! ¡Señor! Despierte por favor.
Sobresaltado se irguió de un salto y, al hacerlo, la luz le cegó momentáneamente.
Volvía a estar en el avión. Tenía en frente una azafata, rubia con el pelo recogido bajo un pequeño sombrero muy gracioso que se ajustaba perfectamente a la cabeza y que formaba parte del uniforme de color oscuro que le otorgaba un aire solemne pero, gracias a dicho sombrero, le daba un aire un poco más simpático. Ésta le dijo:
- Señor, siento mucho haberle despertado, pero estamos pasando por una zona de turbulencias y debería abrocharse el cinturón por su seguridad.
- Gracias, gracias… - contestó aún medio dormido.
-¡Qué rabia! – Pensó al irse la azafata. - Siempre se despierta uno en el momento más interesante del sueño…
Se sentó nuevamente y, haciendo caso a la guapa señorita, se abrocho el cinturón. Pensó que sería inútil la medida de seguridad pero, pronto averiguaría que en absoluto lo era.
 No recordaba la última vez que rezó pero en esa ocasión rezó todo lo que sabía e incluso se inventó algún párrafo.
Estaban pasando por medio de una nube tormentosa exageradamente fuerte.
-¡Vamos a morir todos! Dios nos castiga por todos nuestros pecados. ¡Arrepentíos! – un religioso ultraderechista se puso a gritar asustando a los viajeros que tenía a su alrededor.
Agarrándose a los cabezales de los asientos y con paso firme pero lento, la misma azafata del divertido sombrero, ahora ya sin él, habló acaloradamente con el señor hasta que consiguió que se callara.
Aunque poco duró la calma, delante de cada pasajero saltó una mascarilla de oxígeno por si acababa sucediendo lo peor. Esto hizo que la gente gritara aún más de terror. La gente se abrazaba y se decía entre lágrimas lo mucho que se querían los unos a los otros.
Al ver todo aquel espectáculo, le recordó a alguna de las muchas películas que había visto. Al final, todos morían excepto el protagonista y la atractiva, y semidesnuda, mujer del mismo…
¿Sería otro sueño? – se preguntó en voz alta, casi no podía oír ni sus propios pensamientos debido al estruendo que había a su alrededor. Entonces se pellizcó con fuerza.
-¡Au! – se quejó – no, no es ningún sueño. Por lo que se puso la mascarilla y se inclinó poniendo el pecho sobre las piernas tal como decía el prospecto de seguridad.
Cerró los ojos con fuerza mientras no paraba de rezar a los dioses de todas las culturas que conocía (por si acaso) y entonces fue cuando lo escuchó… Se irguió muy lentamente con los ojos completamente abiertos, al igual que la boca.
- ¡Ding! Señoras y señores pasajeros, ya hemos pasado la zona de turbulencias, retírense las mascarillas. Pueden quitarse el cinturón de seguridad. Gracias por su atención-
-¿Qué ya ha pasado? ¿Ya está?- Se levantó del asiento y vio que la gente reía nerviosamente por el susto ya pasado. Hubo quien incluso aplaudió por la alegría de continuar vivo…
Fue al baño a refrescarse la cara y, al mirarse en el espejo…
-¡Mierda! ¡Me he meado encima!
Mojó con agua la zona afectada, pero ahora se veía más todavía, por lo que decidió sacarse la camisa por fuera y ponerse el jersey en la cintura.
Con una imagen algo estropeada pero sin aparentar que, un  hombre de su edad, tiene problemas de incontinencia, regresó al asiento.
-Ahora seguro que no me duermo.- por lo que decidió coger el libro para mantenerse ocupado las siete horas de vuelo que quedaba.

Tenía casi veinte años cuando heredó la fortuna de su padre. Poseía un basto palacio, con más de cien personas de servicio que se encargaban de llevar a cabo cualquier deseo que pudiera llegar a tener, e incluso a veces, antes de que los tuviera.
Nunca se tuvo que preocupar por nada. La herencia recibida le permitió hacer lo que quería cuando quería.
Le gustaba montar a caballo mientras iba a la caza del zorro rojo en sus grandes bosques. Le acompañaban siempre los grandes mandatarios del país, parte de sus criados y sus doce perros de raza.
Normalmente, alguno de sus acompañantes, dejaba herido al animal para que él pudiera rematar la faena y llevarse todo el mérito de la caza. Al fin y al cabo, su fortuna ayudaba a que su país tuviera fondos suficientes para la guerra que se llevaba a cabo en el norte. No le importaba gastar tal cantidad de dinero, jamás pensó que pudiera llegar a acabarse la fortuna.
A medida que crecía, cada vez tenía más y más vicios. Pero, sobretodos ellos, fueron las mujeres de mala vida.
Cada pocas semanas, llenaba el sótano del palacio de prostitutas y llevaba a cabo tales bacanales que duraban varios días. El servicio de palacio siempre se encargaba de dejar comida en abundancia para los descansos que hicieran en la puerta del sótano. En ocasiones, el jardinero abonaba  las flores del jardín con una mezcla de tierra, estiércol y de alguna de esas jóvenes que tenían algún desgraciado accidente…