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viernes, 1 de julio de 2011
cultura norteafricana y que se asemejaba a un famoso terrorista que tenía fotos colgadas por todas las paredes del aeropuerto y con la palabra “Reward” debajo de la misma. Otro guardia les vio de lejos y, con un porte firme les prohibió con firmeza el paso, por lo que se despidieron allí mismo.

Lo abrazó con fuerza su madre y, entre lágrimas, le deseo suerte y le pidió que tuviera mucho cuidado, que en un país extranjero, que no sabía el idioma y que estando solo, le podía pasar cualquier cosa. Discursos que una madre siempre le hace a un hijo al estar preocupada.
El padre mientras miraba hacia otro lado, como si no fuera con él todo aquello.
Dejó la bolsa de mano en la cinta, pasó por el arco y recogió la bolsa. Al subir por las escaleras oyó un grito tras él.
- ¡Hijo! ¡Te quiero! –era su padre. Se irguió y se paró. Y, cuando parecía que se iba a dar la vuelta para decir algo, continuó el ascenso por la escalera sin mirar atrás.
Después de pasar varios controles, y de identificarse una infinidad de veces, al fin entró en el avión. Y una azafata no muy agraciada pero, aparentemente, muy amable y simpática, le indicó dónde estaba su asiento y le acompañó hasta a él.
Se sentó y antes de darse cuenta, otra azafata ya le estaba ofreciendo un periódico y un zumo. Los rehusó.
Decidió relajarse, le quedaban más de doce horas de vuelo. Ahora, tenía unas horas en las que nada ni nadie podía atormentarlo.
Se durmió.
Se encontraba en un lugar frío, con mucha nieve, pero él poco lo notaba. Era como una especie de poblado indio con sus cabañas típicas y con animales domésticos que no reconocía.
Entonces, sentada junto al fuego, vio a la mujer que salía en la foto que le dejaron en su cama días atrás. Se levantó y se dirigió hacia él.
- Has de llegar hasta aquí. Éste es el principio de tu viaje. Al acabarlo lo encontrarás al fin. – le dijo la mujer
- ¿Aquí? ¿A dónde? ¿Qué encontraré? ¿¡Quién eres!?
- ¿Aún no lo sabes? – y se estaba quitando el pañuelo que le tapaba la cara cuando…
- ¡Señor! ¡Señor! Despierte por favor.
Sobresaltado se irguió de un salto y, al hacerlo, la luz le cegó momentáneamente.
Volvía a estar en el avión. Tenía en frente una azafata, rubia con el pelo recogido bajo un pequeño sombrero muy gracioso que se ajustaba perfectamente a la cabeza y que formaba parte del uniforme de color oscuro que le otorgaba un aire solemne pero, gracias a dicho sombrero, le daba un aire un poco más simpático. Ésta le dijo:
- Señor, siento mucho haberle despertado, pero estamos pasando por una zona de turbulencias y debería abrocharse el cinturón por su seguridad.
- Gracias, gracias… - contestó aún medio dormido.
-¡Qué rabia! – Pensó al irse la azafata. - Siempre se despierta uno en el momento más interesante del sueño…
Se sentó nuevamente y, haciendo caso a la guapa señorita, se abrocho el cinturón. Pensó que sería inútil la medida de seguridad pero, pronto averiguaría que en absoluto lo era.
 No recordaba la última vez que rezó pero en esa ocasión rezó todo lo que sabía e incluso se inventó algún párrafo.
Estaban pasando por medio de una nube tormentosa exageradamente fuerte.
-¡Vamos a morir todos! Dios nos castiga por todos nuestros pecados. ¡Arrepentíos! – un religioso ultraderechista se puso a gritar asustando a los viajeros que tenía a su alrededor.
Agarrándose a los cabezales de los asientos y con paso firme pero lento, la misma azafata del divertido sombrero, ahora ya sin él, habló acaloradamente con el señor hasta que consiguió que se callara.
Aunque poco duró la calma, delante de cada pasajero saltó una mascarilla de oxígeno por si acababa sucediendo lo peor. Esto hizo que la gente gritara aún más de terror. La gente se abrazaba y se decía entre lágrimas lo mucho que se querían los unos a los otros.
Al ver todo aquel espectáculo, le recordó a alguna de las muchas películas que había visto. Al final, todos morían excepto el protagonista y la atractiva, y semidesnuda, mujer del mismo…
¿Sería otro sueño? – se preguntó en voz alta, casi no podía oír ni sus propios pensamientos debido al estruendo que había a su alrededor. Entonces se pellizcó con fuerza.
-¡Au! – se quejó – no, no es ningún sueño. Por lo que se puso la mascarilla y se inclinó poniendo el pecho sobre las piernas tal como decía el prospecto de seguridad.
Cerró los ojos con fuerza mientras no paraba de rezar a los dioses de todas las culturas que conocía (por si acaso) y entonces fue cuando lo escuchó… Se irguió muy lentamente con los ojos completamente abiertos, al igual que la boca.
- ¡Ding! Señoras y señores pasajeros, ya hemos pasado la zona de turbulencias, retírense las mascarillas. Pueden quitarse el cinturón de seguridad. Gracias por su atención-
-¿Qué ya ha pasado? ¿Ya está?- Se levantó del asiento y vio que la gente reía nerviosamente por el susto ya pasado. Hubo quien incluso aplaudió por la alegría de continuar vivo…
Fue al baño a refrescarse la cara y, al mirarse en el espejo…
-¡Mierda! ¡Me he meado encima!
Mojó con agua la zona afectada, pero ahora se veía más todavía, por lo que decidió sacarse la camisa por fuera y ponerse el jersey en la cintura.
Con una imagen algo estropeada pero sin aparentar que, un  hombre de su edad, tiene problemas de incontinencia, regresó al asiento.
-Ahora seguro que no me duermo.- por lo que decidió coger el libro para mantenerse ocupado las siete horas de vuelo que quedaba.

Tenía casi veinte años cuando heredó la fortuna de su padre. Poseía un basto palacio, con más de cien personas de servicio que se encargaban de llevar a cabo cualquier deseo que pudiera llegar a tener, e incluso a veces, antes de que los tuviera.
Nunca se tuvo que preocupar por nada. La herencia recibida le permitió hacer lo que quería cuando quería.
Le gustaba montar a caballo mientras iba a la caza del zorro rojo en sus grandes bosques. Le acompañaban siempre los grandes mandatarios del país, parte de sus criados y sus doce perros de raza.
Normalmente, alguno de sus acompañantes, dejaba herido al animal para que él pudiera rematar la faena y llevarse todo el mérito de la caza. Al fin y al cabo, su fortuna ayudaba a que su país tuviera fondos suficientes para la guerra que se llevaba a cabo en el norte. No le importaba gastar tal cantidad de dinero, jamás pensó que pudiera llegar a acabarse la fortuna.
A medida que crecía, cada vez tenía más y más vicios. Pero, sobretodos ellos, fueron las mujeres de mala vida.
Cada pocas semanas, llenaba el sótano del palacio de prostitutas y llevaba a cabo tales bacanales que duraban varios días. El servicio de palacio siempre se encargaba de dejar comida en abundancia para los descansos que hicieran en la puerta del sótano. En ocasiones, el jardinero abonaba  las flores del jardín con una mezcla de tierra, estiércol y de alguna de esas jóvenes que tenían algún desgraciado accidente…

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