Páginas 17, 18 y 19

viernes, 3 de junio de 2011
-ho-hola Sr. Presidente. Bueno es que había pensado… en fin… sino como iría, ¿no? Aunque claro, podría espabilarme por mi cuenta y luego pasar la nota de gastos, o no, después de todo lo que…
-¡Dispara chico! No tengo todo el día para escuchar sandeces.
-Sólo quería saber si ya habían comprado el billete de avión o debía hacerlo yo – al final de la frase le falló la voz como el amante que le pide la mano a su amada en matrimonio y, al hincar la rodilla al suelo le falla la voz.
- No, no lo hemos comprado aún. No nos has dado tiempo, nos lo has confirmado hace tan solo un momento, ¿o ya no te acuerdas? Pero no te preocupes por eso, ahora le diré a mi secretaría que te reserve uno para el domingo, así el lunes ya puede empezar el trabajo. Por el momento se hospedará en un pequeño hotel que hay muy cerca de la fábrica hasta que encuentre algún sitio. ¿Entendido?
-Ga-ga-ga-gracias señor. Buenas tardes. – escuchó el pitido del teléfono como que ya le había colgado.
Estaba sudando. – Venga, no hay para tanto. Déjate de tonterías y concéntrate.

Cogió la misma carretera de todos los días pero con un sentimiento entre alivio y melancolía. – Tal vez ésta sea la última vez que haga este recorrido…
Por suerte, a estas horas no había tanto tráfico como por las mañanas aunque era bastante denso.
Por fin en casa.
Decidió coger papel y lápiz, sentarse en el sofá para recapitular toda la información de la que disponía.
En realidad, poco sabía y nada entendía el único hilo que podía seguir era el del libro que estuvo leyendo…
-¡Claro! ¡El libro! – y como un rayó volvió a coger el coche para volver a la biblioteca para continuarlo.

Entonces ya hablaba de un segundo personaje. Era una mujer muy mayor. Tal y como describía el lugar donde vivía, daba la sensación que era de la época romana.
La anciana tenía una familia muy numerosa pero se sentía desdichada desde que su hijo mayor fue a la guerra para nunca volver. Era un joven centurión con un pequeño batallón a sus órdenes.
Solían hacer pequeñas incursiones en territorio hostil para localizar la posición del enemigo.
Pero en una de éstas, al girar tras una gran roca, se toparon de frente con una horda enemiga entera. Hicieron cuanto pudieron. Por suerte, en su último suspiro tras recibir el impacto del frío acero, pudo hacer sonar el cuerno y alertar a la ciudad.
Al oírlo el centinela de la puerta, pudo cerrar el portón a tiempo y, gracias a su heroico sacrificio, sus vecinos y familiares se salvaron de una muerte atroz.
Fue enterrado con todos los honores que se le hacía a cualquier héroe muerto en batalla.
Después de esto, la familia disfrutó de una buena reputación y nunca les faltó de nada.
Aunque todo esto, a la vieja mujer no le reconfortaba en absoluto.
Cuando le dieron la noticia, se quedó perpleja. Y desde aquel día, no volvió a pronunciar palabra.
Era como un cadáver andante.
El resto de sus hijos intentaron animarla. Incluso estuvo viviendo varios años en casa de uno y de otro. Junto a sus nietos.
Pero de nada sirvió.
Se levantaba, se dirigía hacia su dura silla de madera para contemplar el bello jardín y únicamente se movía cuando le traían la comida y cuando le tocaba volver a su solitario colchón.
Sentía una gran pesadumbre en su alma y lo único que hacía era esperar a que su Dios decidiera que ya era su momento de llevarla junto él. Aunque, de momento, estaba tardando mucho para hacerlo, según su parecer…

Había sitio en la puerta de la biblioteca para dejar el coche.
Al entrar vio que había otra persona en el mostrador. Esta vez era una mujer no demasiado mayor pero con la misma mirada perdida y con la misma prepotencia del que le hacen responsable de un grupo muy reducido de trabajadores y se creé amo y señor del mundo.
-Seguro que es un requisito para entrar a trabajar en esta biblioteca. ¡Ja ja ja!
Rió tan fuerte que le tuvieron que hacer callar de sonoramente. Incluso se comenzaba a poner roja la bibliotecaria cuando paró de hacer el molesto ruido…
Subió directamente a la primera planta, ya recordaba donde estaba el libro. Sala narrativa de aventuras, estantería XIV, estante 66.
Lo cogió y se sentó en el mismo sitio donde se puso la anterior vez para continuar leyendo. Paso la portada y, cuando estaba buscando la página por la que se quedó, le sonó el móvil con tal estruendo que resonó por toda la biblioteca.
Intentó cogerlo rápidamente pero, al sacarlo del bolsillo, se le cayó al suelo, se puso nervioso, y al retirar la silla para poder cogerlo, ésta se le cayó, con lo que el estruendo fue mayúsculo entre el móvil sonando, luego la caída del mismo casi simultánea con la de la silla.
Al fin consiguió coger el teléfono. Le llamaban desde un número privado.
-¿Diga? – respondió con un susurro.
-…- se oía una respiración.
-¡Diga! – volvió a responder pero ahora subiendo el tono de voz.
Colgaron.
Dejó el teléfono encima de la mesa mientras se lo miraba con extrañeza. Levantó la cabeza y se asustó al ver la cara de la bibliotecaria nuevamente roja y con cara de pocos amigos. Ahora mismo le recordaba a uno de esos militares del ejército nazi, es posible que algún ancestro suyo lo fuese.
-¿Ha acabado ya de hacer todo ese alboroto?
-Sí, sí, lo siento… soy un poco torpe, lo siento- se puso también rojo, pero en su  caso era por vergüenza.
-¡Bien! ¡Pues debo pedirle que se marche ahora mismo! – Hail! Sólo le faltó decir…
-Lo siento mucho señorita, de verdad, mire, ¿ve? Estoy apagando el móvil, ¡ya está apagado! Pero por favor, déjeme leer este libro, es importante para mí. – le suplicó.

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